Hacía unos días que habían roto. En realidad, aquello había sido como una liberación para ambos. Él había estado fuera un par de semanas y sus cartas habían sido cada vez menos frecuentes y apasionadas. Sin saber cómo, su amor por ella se había ido enfriando y ahora la veía más como una buena amiga que como su amante. Y ella... Ella hervía de pasión por un chico quince años más joven, que conocía hacía tiempo y que últimamente no podía quitarse de la cabeza.
Nunca se habían mentido, sin embargo. Ambos sabían que su amor había tenido altibajos. Habían sucedido demasiadas cosas desde aquella tarde de cine, unos meses atrás, cuando una mezcla explosiva de pasión, amor y deseo los había hecho terminar arrancándose la ropa al poco de entrar en casa de ella para tomar la última copa, antes de despedirse.
En todo caso, seguían siendo buenos amigos, y se veían con cierta frecuencia. De hecho, la última semana habían pasado juntos casi todo el tiempo, exceptuando los momentos en los que ella estaba en los brazos de su nuevo y joven amante.
Él tenía que reconocer que estaba, a pesar de todo, un poco celoso y a veces dudaba de la decisión que ambos habían tomado. Desde luego, su orgullo masculino no había salido demasiado bien parado cuando supo que ella lo había sustituido en su cama con tanta rapidez y por un chico muchos años más joven que él. Y además, las últimas tardes con ella habían sido geniales, como antes. De nuevo hablaban de libros, de cine, de música y eran capaces de reírse hasta de los problemas que les habían llevado a romper.
La noche anterior, al despedirse con un abrazo, como siempre, él había sentido algo diferente a las otras veces. Aquella punzada en la boca del estómago lo mantuvo casi toda la noche en vela. ¿Cómo era posible que ahora que ya no estaban juntos, sintiese, de pronto, que se estaba volviendo a enamorar? Durante meses los dos habían perseguido un sentimiento que a menudo no sabían o no querían reconocer y cuando lo apresaban, se les escapaba como el agua entre los dedos. Y ahora, de improviso, aparecía de nuevo y diferente, con una certeza como nunca antes la había tenido. Ahora que era el peor momento para enamorarse, cuando otro ya ocupaba su sitio en la cama de ella.
La tarde siguiente, después de tomar café, paseaban por el centro comercial, charlando y parándose distraídamente delante de los escaparates de las tiendas de ropa femenina. Finalmente entraron en una de tantas casi por pasar el rato. Ella era muy atractiva. Alta y delgada, de piel blanca y cabello rubio que, salvaje y rizado, le caía hasta la mitad de la espalda. Unas piernas interminables y un abundante y bonito pecho que fue, cuando se conocieron meses atrás, casi en lo primero que se fijó. Era muy tímida y solía vestir ropa ancha y calzado plano, y aunque él pensaba que ella se podía sacar mucho más partido, un tonto pudor nunca le había permitido decírselo.
Quizás por eso, cuando se detuvieron frente a una fila de perchas de donde colgaban cortas camisetas de lentejuelas para utilizar como atrevidos vestidos de noche, él la retó a probárselas. Y mientras iban hacia el probador de señoras, él fue tomando, de aquí y de allá, diversos complementos. Un bolso de fantasía, enorme y de color oro viejo, unos botines negros calados con unos tacones de diez centímetros y unas gafas de sol de montura grande y redonda, muy retro, de estilo finales de los sesenta.
Ella se metió con todo aquello tras la cortina y cuando salió, en menos de cinco minutos, él se quedó con la boca abierta. La chica alta y un poco desgarbada que tan bien conocía, se había transformado de repente en una espectacular diosa rubia, de casi metro noventa de altura y de piernas y pecho sensacionales. Y fue en ese momento, mientras el turbio y voraz deseo lo invadía de nuevo de manera incontrolable, que comprendió, quizás demasiado tarde, lo terriblemente difícil que iba a ser continuar su vida sin ella.
Sevilla, Agosto de 2009
Nunca se habían mentido, sin embargo. Ambos sabían que su amor había tenido altibajos. Habían sucedido demasiadas cosas desde aquella tarde de cine, unos meses atrás, cuando una mezcla explosiva de pasión, amor y deseo los había hecho terminar arrancándose la ropa al poco de entrar en casa de ella para tomar la última copa, antes de despedirse.
En todo caso, seguían siendo buenos amigos, y se veían con cierta frecuencia. De hecho, la última semana habían pasado juntos casi todo el tiempo, exceptuando los momentos en los que ella estaba en los brazos de su nuevo y joven amante.
Él tenía que reconocer que estaba, a pesar de todo, un poco celoso y a veces dudaba de la decisión que ambos habían tomado. Desde luego, su orgullo masculino no había salido demasiado bien parado cuando supo que ella lo había sustituido en su cama con tanta rapidez y por un chico muchos años más joven que él. Y además, las últimas tardes con ella habían sido geniales, como antes. De nuevo hablaban de libros, de cine, de música y eran capaces de reírse hasta de los problemas que les habían llevado a romper.
La noche anterior, al despedirse con un abrazo, como siempre, él había sentido algo diferente a las otras veces. Aquella punzada en la boca del estómago lo mantuvo casi toda la noche en vela. ¿Cómo era posible que ahora que ya no estaban juntos, sintiese, de pronto, que se estaba volviendo a enamorar? Durante meses los dos habían perseguido un sentimiento que a menudo no sabían o no querían reconocer y cuando lo apresaban, se les escapaba como el agua entre los dedos. Y ahora, de improviso, aparecía de nuevo y diferente, con una certeza como nunca antes la había tenido. Ahora que era el peor momento para enamorarse, cuando otro ya ocupaba su sitio en la cama de ella.
La tarde siguiente, después de tomar café, paseaban por el centro comercial, charlando y parándose distraídamente delante de los escaparates de las tiendas de ropa femenina. Finalmente entraron en una de tantas casi por pasar el rato. Ella era muy atractiva. Alta y delgada, de piel blanca y cabello rubio que, salvaje y rizado, le caía hasta la mitad de la espalda. Unas piernas interminables y un abundante y bonito pecho que fue, cuando se conocieron meses atrás, casi en lo primero que se fijó. Era muy tímida y solía vestir ropa ancha y calzado plano, y aunque él pensaba que ella se podía sacar mucho más partido, un tonto pudor nunca le había permitido decírselo.
Quizás por eso, cuando se detuvieron frente a una fila de perchas de donde colgaban cortas camisetas de lentejuelas para utilizar como atrevidos vestidos de noche, él la retó a probárselas. Y mientras iban hacia el probador de señoras, él fue tomando, de aquí y de allá, diversos complementos. Un bolso de fantasía, enorme y de color oro viejo, unos botines negros calados con unos tacones de diez centímetros y unas gafas de sol de montura grande y redonda, muy retro, de estilo finales de los sesenta.
Ella se metió con todo aquello tras la cortina y cuando salió, en menos de cinco minutos, él se quedó con la boca abierta. La chica alta y un poco desgarbada que tan bien conocía, se había transformado de repente en una espectacular diosa rubia, de casi metro noventa de altura y de piernas y pecho sensacionales. Y fue en ese momento, mientras el turbio y voraz deseo lo invadía de nuevo de manera incontrolable, que comprendió, quizás demasiado tarde, lo terriblemente difícil que iba a ser continuar su vida sin ella.
Sevilla, Agosto de 2009
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