Yo crecí entre cientos, quizás miles de libros. En mi pequeña casa de poco más de cincuenta metros en el casco antiguo de Sevilla, todas las paredes del salón, de la salita, del dormitorio compartido con mis hermanos y del trastero estaban cubiertas de estanterías muy altas, o eso me parecía a mí entonces, llenas de libros y más libros. Incluso había un mueble en el cuarto de mi tía, "el mueble de la tita" lo llamábamos, que encerraba bajo llave varios anaqueles también llenos de libros.
Colecciones completas de clásicos junto a novelas de aventuras, libros de viajes, ensayos, tratados de historia, poemarios, diversos diccionarios, como el fascinante de sinónimos y antónimos, enciclopedias, recetarios y herbolarios -mi abuelo fue mozo de farmacia- se apilaban desordenadamente llenando las tablas que se combaban bajo el peso de tanto papel impreso.
Colecciones completas de clásicos junto a novelas de aventuras, libros de viajes, ensayos, tratados de historia, poemarios, diversos diccionarios, como el fascinante de sinónimos y antónimos, enciclopedias, recetarios y herbolarios -mi abuelo fue mozo de farmacia- se apilaban desordenadamente llenando las tablas que se combaban bajo el peso de tanto papel impreso.
Aquello siempre fue una lucha entre mis padres. Mi madre, aunque buena lectora, se encontró de recién casada con aquella enorme y ajena biblioteca, herencia de mi abuelo paterno, que llenaba la casa de polvo y que abría las estanterías hasta llegar a romper en más de una ocasión las paredes a las que estaban fijadas, con el consiguiente derrumbe en vertical de varios estantes hasta el suelo y mi alegría por descubrir lo que escondían las tablas más altas, a las que no llegaba ni encaramándome a una silla, acompañada por la eterna discusión entre mis padres sobre qué hacer con los libros.
Y mi padre. Mi padre, que amaba los libros, o quizás los conservaba como un último y postrer recuerdo de su padre, pero que era tan intelectual que no podía dedicar ni un segundo de su tiempo al mantenimiento de toda aquella montaña en permanente deterioro. Es curioso, pero no recuerdo haberle visto casi nunca leyendo alguno de aquellos libros. El era, más que lector, escritor, buen poeta y coleccionista.
Y yo, que en medio de aquel barullo de riñas, olores a comida y ropa recién lavada, ruidos de la calle y gritos de mis tres hermanos, me escondía en la sala a descubrir cada día un nuevo libro que me llevase de viaje por mundos hasta entonces desconocidos.
Sevilla, Junio de 2009
Y mi padre. Mi padre, que amaba los libros, o quizás los conservaba como un último y postrer recuerdo de su padre, pero que era tan intelectual que no podía dedicar ni un segundo de su tiempo al mantenimiento de toda aquella montaña en permanente deterioro. Es curioso, pero no recuerdo haberle visto casi nunca leyendo alguno de aquellos libros. El era, más que lector, escritor, buen poeta y coleccionista.
Y yo, que en medio de aquel barullo de riñas, olores a comida y ropa recién lavada, ruidos de la calle y gritos de mis tres hermanos, me escondía en la sala a descubrir cada día un nuevo libro que me llevase de viaje por mundos hasta entonces desconocidos.
Sevilla, Junio de 2009