Aquella mañana paseaba, como muchos otros sábados, por la Alameda de Hércules curioseando entre los puestos que los artesanos montan todos los fines de semana y donde fabrican y venden desde pañuelos a pequeñas joyas de plata labrada. Ella era muy bella, morena, delgada y alta y vendía collares y pendientes que fabricaba allí mismo, delante de los que deambulábamos entre los puestos. Sé que hablé con ella a duras penas, porque entendia muy poco el castellano y terminamos charlando con dificultad en una mezcla de alemán e italiano. Me dijo, entre otras cosas que ya no recuerdo, que le encantaba el chocolate negro y me permitió fotografiarla detrás de su puesto de bisutería. Yo me enamore de ella al instante pero no tuve valor para continuar la conversación y me despedí apresuradamente de ella. Me sonrió fugazmente mirándome a los ojos y continuo trabajando en sus pendientes mientras yo me alejaba, maldiciendo, como tantas otras veces, mi falta de arrojo.
Si algo me gustó de ti, fue que amases el chocolate negro y que hablases en un alemán que yo ya casi había olvidado y que necesitara responderte en mi pobre italiano para desvelar un punto tus misterios.
Tan atractiva estabas en aquella fotografía detrás de tu puesto de collares de cuentas y alambres retorcidos, que un sábado y otro y otro y otro paseé largo por la Alameda hasta dudar si el tuyo, que nunca volví a encontrar, sería real o
sólo un desvarío de mi mente confusa que construyó un recuerdo donde sólo hubo una imagen soñada.
Te busqué durante meses hasta que tu memoria se fue tornando borrosa, mientras la
primavera pasaba lenta y el estío iba desarbolando y distrayendo y diluyendo mis
ganas de reencontrarte. Pero he aquí que llegado el otoño, reviso mis fotos y me tropiezo contigo y lo invades todo y se avivan de nuevo aquellas ganas de
salir a buscarte el sábado, el viernes, el jueves y si no hallarte, al menos pensar que de cierto, no dejé de intentarlo.
Sevilla, Noviembre de 2011
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