En la segunda planta, justo enfrente de la vecina de pelo canoso que nunca se escuchaba pero todos sabían que espiaba parapetada detrás de la puerta, vivió durante unos meses Raquel Herranz, una hermosa mujer que rozaba la cuarentena, de pelo largo y oscuro, mirada curiosa y profunda y sensuales labios siempre rojos de carmín.
Hacía poco tiempo que Raquel había conocido a Esteban, un desaliñado y poco hablador escritor donostiarra que malvivía dando clases de francés a colegialas más interesadas en el último modelito de París que en la conjugación de los verbos irregulares.
Raquel se enamoró perdidamente de Esteban, que en su minúsculo y desordenado estudio, rebosante de libros y papeles, le narraba pequeños relatos donde ella siempre era de una u otra forma la protagonista. Esteban despertaba en las mujeres sentimientos diversos. A las de mediana edad, les inspiraba una ternura maternal, quizás por la aparente fragilidad que transmitía en todos sus gestos y miradas. Las jóvenes, por el contrario, se enamoraban de sus inquietantes ojos azules, de sus historias contadas a media voz en cualquier rincón oscuro de los viejos cafés que poblaban el centro de Barcelona y de sus manos de dedos largos y finos de escritor o pianista.
Esteban, que lo sabía, no dudaba en sacar partido de aquello. Hacía meses que Doña Marta, su casera, recibía a cambio del alquiler que nunca cobraba, pequeñas historias escritas en papel de buen gramaje con aquellas delicadas manos de artista y vividor. Doña Marta siempre quedaba fascinada por aquellos relatos donde la protagonista era siempre -cómo no- una mujer madura que descubría el amor y la pasión en aventuras que sucedían en los lugares mas exóticos y remotos que se pudiera imaginar. Doña Marta colocaba cada uno de sus relatos mensuales en pequeños marcos que iban llenado las paredes de su casa y muchas tardes de invierno, cuando la soledad se hacía insoportable, la casera recorría los pasillos parándose a releer cada una de aquellas historias que la llevaban a mundos donde nunca pensó que podría viajar.
Raquel estaba al tanto del éxito de Esteban con las demás mujeres y aunque no lo llevaba del todo bien, la amabilidad, el encanto, la pasión y las promesas de amor eterno que su amante le hacía continuamente, le permitían no fijarse demasiado en algunos detalles que habrían hecho sospechar a cualquier otra menos enamorada del escritor que ella. Incluso sus amigas murmuraban a sus espaldas que era demasiado confiada, demasiado inocente, demasiado tonta ante las más que probables infidelidades de su muy querido novio. Raquel siempre tenía una disculpa, una negativa, un amoroso desdén ante cualquier amiga que tratara de advertirla de lo que era algo más que intuido por todas ellas.
Por eso, cuando Esteban desapareció sin dejar rastro, todas se apiadaron de la inocencia de Raquel, seguras de que el escritor había encontrado refugio en otro regazo más cálido, más joven o tal vez más hermoso que el de su desconcertada novia.
Por eso, cuando Esteban desapareció sin dejar rastro, todas se apiadaron de la inocencia de Raquel, seguras de que el escritor había encontrado refugio en otro regazo más cálido, más joven o tal vez más hermoso que el de su desconcertada novia.
Y más aún, ninguna de sus amigas se sorprendió del viaje que Raquel emprendió poco después para, según ella misma contó, poner paz en su espíritu, acompañada de ocho pesadas maletas que hacían resoplar por el esfuerzo a los mozos de la Estación de Francia, de donde partió sin destino conocido.
Sevilla, Mayo de 2015
Sevilla, Mayo de 2015
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