No se si alguna vez te he escrito sobre mi relación con Lisboa y Portugal. Quizás porque mi padre era de Isla Cristina y su pueblo casi fronterizo era lugar de paso para muchos viajeros del país vecino. Quizás porque mi madre es tinerfeña y siempre he sabido que el norte de la isla se repobló con portugueses después de la conquista. Quizás porque soy un poco melancólico y a menudo he relacionado la nostalgia con la costa atlántica en general y con los portugueses en particular, o quizás porque mi padre visitó varias veces Lisboa y durante años nos hablo de la belleza de sus plazas y sus calles y de la inmensidad del Tajo en su desembocadura. El caso es que desde muy niño ha sido una ciudad muy especial para mi.
La visité por primera vez ya mayor, hará unos tres años, con mis hijos. Una visita de medio día, fugaz y casi de manual de turista. Pero lo suficiente para desear volver de nuevo.
Regresé un año después, durante las fiestas de Santo Antonio, el patrón de la ciudad. San Antonio se vive por toda Lisboa, pero especialmente en Alfama, el antiguo barrio árabe, de calles estrechas y tortuosas y cuestas pronunciadas. Sube desde la orilla del Tajo hasta la zona alta de la ciudad y desde lejos parece como si el barrio se recostase sobre la montaña descansando de una jornada agotadora.
Alfama es árabe por los cuatro costados, por la gente que vive allí, por los olores a comida, la colada secando al sol en los balcones, las casas con las puertas abiertas, el bullicio, la suciedad... Si tuviera que compararlo con algún sitio, posiblemente algunas de las zonas más tranquilas de la Medina de Marrakech fueran lo más acertado. Alfama es un barrio viejo, descuidado, lleno de niños jugando desharrapados y de gente peculiar. No quedan árabes en Alfama, pero parece como si la herencia de tantos siglos siga marcando la vida de todo el que vive allí.
En San Antonio todo Alfama está en la calle. Las asociaciones de vecinos, las casas de comidas, grupos de amigos, todos, instalan en plena calle pequeños ventorrillos donde se asan sardinas y pollo sobe brasas de carbón. Música que va de la salsa al fado suena por todas partes y no es extraño ver a la gente bailar en plena calle a cualquier hora del día o de la noche. Es una experiencia que solo puedo comparar a las fiestas del norte de Tenerife. De hecho, estoy seguro que ambas tienen un origen común. Mis amigos lo encontraban pintoresco. Yo, que había vivido fiestas similares durante mis vacaciones de adolescente, me sentía como si estuviera de nuevo en mi querida isla. Creo que aquel fin de semana me enamoré para siempre de Lisboa.
En aquel viaje hice muchas fotos, pero a la vuelta, cuando las revelé, casi ninguna me dejó satisfecho. Todavía entonces estaba reposando todo lo aprendido en un reciente curso de fotografía. Hay que dejar pasar un tiempo para que los conocimientos se interioricen y dejar de pensar, cada vez que vas a disparar, en si estas haciendo o no una obra de arte. La fotografía tiene su técnica, pero una vez aprendida hay que olvidarla un poco, para que sea más natural, más fluida, más sin pensar.
Por eso, ahora que volvía a Lisboa con mi hermano, para asistir a un concierto de un cantante muy conocido, estaba deseando salir a fotografiar, pensando en buscar rincones bonitos y buenos encuadres, nada más. Si luego salía una foto interesante, tanto mejor. A las seis de la tarde llegamos a la pensión. Pablo había conducido todo el viaje y decidió quedarse en la habitación. Yo estuve tentado de acompañarlo, pero la luz del atardecer era bonita y yo no estaba cansado, así que decidí bajar a dar un paseo, tomar un café y fotografiar lo que pudiera.
Pronto me vi sentado en un café cercano que me encantó. Mesas corridas junto a otras redondas, con gente de todas partes sentada mezclada y charlando casi en la penumbra. Estantes llenos de libros ocupando todas las paredes del local, invitando a tomar cualquiera de ellos y leer mientras el café se iba quedando frio en la taza. Estuve allí poco tiempo, unos veinte minutos, pero necesitaba unos momentos de sosiego para dejar que mi cuerpo y mi mente se dieran cuenta de que ya no estaba en España. Dejé la cámara sobre la mesa y mientras hojeaba distraido la carta de refrescos y el café iba desapareciendo de mi taza, me dedique a mirar a mi alrededor, a observar a la gente de las otras mesas y a escucharlos hablar en portugués.
A las siete estaba en la calle y paseando en dirección al río fui parando en un sitio u otro y tomando alguna fotografía. Pocas, que ahora disparo menos y pienso más. Cuando llegué a la Plaza del Comercio, que tiene un embarcadero que desemboca directamente en el Tajo, paseé lento por ella, respiré el aire con olor a mar y disfruté de aquel rato de soledad que me hacía sentir como alguien llegado de un mundo antiguo que entra en otro nuevo.
Creo que aquellas son las más bellas fotografías que he hecho, porque fueron momentos bellos, especiales, muy disfrutados, muy deseados.
Un poco más tarde volvía a la pensión para recoger a Pablo y salir para el concierto, pero eso ya es otra historia...
Sevilla, Octubre de 2012