La Reina: —¿Qué puedo ordenarte, si es tan tarde?
El servidor: —Hazme jardinero de tu jardín
La Reina: —¿Y en qué consistirá tu servicio?
El servidor: —En llenar tus ocios. Conservaré fresca la hierba del sendero por donde vas cada mañana y donde, a cada paso tuyo, las flores deseosas de morir bendicen el pie que las pisa. Te meceré entre las ramas del septaparna mientras la luna, apenas levantada en la noche, intentará besar tu vestido a través de las hojas. Llenaré con aceite perfumado la lámpara que arde junto a tu lecho y adornaré tu escabel con maravillosas pinturas de azafrán y sándalo.
La Reina: —¿Y cuál será tu recompensa?
El servidor: —Que me des permiso para tener entre mis manos tus pequeños puños, que parecen capullos de loto, y para rodear tus brazos con cadenas de flores; que pueda teñir las plantas de tus pies con el zumo encarnado de los pétalos de ashoka, y recoger, con un beso, la mota de polvo que pueda posarse en ellos.
La Reina: —Tus ruegos han sido escuchados. Serás el jardinero de mi jardín.
Rabindranath Tagore
El Jardinero - Poema 1
Conocí a Carmen una tarde de finales de Febrero, en un taller de costura y sastrería, en un pueblo de la comarca de Los Alcores, muy cerca de Sevilla.
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Cuando murió mi abuela, recibí en herencia, entre otras cosas, un viejo arcón de madera tallada, que desde entonces he colocado a los pies de mi cama. El arcón era una pieza realmente antigua, traída de Cuba por mi bisabuelo Domingo, que había emigrado siendo muy joven a la isla, como tantos otros canarios de su época.
Recuerdo, siendo muy niño, las veladas veraniegas en la galería de su casa, cuando mis hermanos y yo nos reuníamos alrededor de Papá Domingo, que sentado en su mecedora, con su eterno cigarro en la boca, comenzaba a contarnos, con su acento mitad canario y mitad cubano, sus aventuras en aquella lejana isla del Caribe. Palmerales infinitos, playas de arena blanca, viejos coches americanos, clubes de Jazz que no cerraban en toda la noche, mulatas exuberantes, policías corruptos, gentes de todo el mundo que arribaban al puerto de La Habana buscando una nueva vida o huyendo de la anterior, el calor húmedo o el batir de las olas en el Malecón.
Toda mi infancia está llena de imágenes donde se mezclan realidad y fantasía hasta confundir las historias de mi bisabuelo con mis propios recuerdos de los veranos en Tenerife.
El arcón de Papá Domingo tenía algo de mágico, mezcla de cuerno de la abundancia y caja de Pandora. Durante aquellas largas tardes de verano, mi bisabuelo solía hurgar en él para enseñarnos todo tipo de objetos con los que ilustrar sus historias: viejas fotografías desvaídas, recortes de periódico anunciando la llegada a puerto de transportes de mercancías y barcos de pasajeros, diversas herramientas de madera y metal, un pequeño diario de viaje, ropas de trabajo raídas por el tiempo, un sombrero de paja desfondado, un viejo violín al que le faltaban la mitad de las cuerdas y que él tocaba a la manera de Cuba, colocándolo entre las piernas, diversos cachivaches y adornos de latón, una pequeña colección de libros de aventuras, entre los que se encontraban La Isla del Tesoro y Las Minas del Rey Salomón y la pieza más preciada de todas, un elegantísimo traje de tres piezas que junto con una camisa y una corbata, compró con sus primeros ahorros para contraer matrimonio con su novia de siempre, mi bisabuela, que esperaba su vuelta, impaciente, en nuestro pueblo del norte de Tenerife.
Yo, que era el mayor de mis hermanos, tenía, al contrario que ellos, el privilegio de poder curiosear el contenido del viejo arcón. Después de comer, mientras los demás dormían la siesta, Papá Domingo me tomaba de la mano y me llevaba a la galería. Y mientras encendía su cigarro y grises volutas de humo lo rodeaban muy despacio, me alargaba la llave del arcón para que lo abriese y hurgase en su interior.
Creo que mis primeras lecturas fueron los libros de aventuras de mi bisabuelo y aquellos viejos periódicos cubanos, con sucesos y noticias que me hacían viajar muy, muy lejos. Papá Domingo me contaba que había comprado el arcón recién llegado a Cuba, en una pequeña y angosta tienda de la calle Empedrado, en la Habana Vieja. El arcón procedía, según le contó el dueño del comercio, de Filipinas, y probablemente era cierto, ya que las tallas en la madera representaban escenas cotidianas de la vida en una aldea, y los rasgos de los indígenas, así como los animales y plantas, eran, sin género de dudas, de origen asiático.
El día que recibí el arcón, pasé varias horas revisando su contenido, como hacía cuando era niño. Los libros de aventuras y el diario de viaje recibieron un lugar de honor en la librería de mi estudio. El viejo violín, reparado, descansa en una bonita caja de madera lacada que descubrí, poco después, en la tienda de un anticuario cordobés, en la Plaza de la Corredera. Los periódicos y revistas, junto a las fotografías, fueron cuidadosamente archivados junto a otros documentos familiares y finalmente el traje, junto a la camisa y la corbata, convenientemente protegidos por una funda de tela oscura, fueron a parar a un armario de mi trastero, donde a partir de entonces convivirían junto al vestido de primera comunión de mi hija, el esmoquin que estrené en mi propia boda y otros recuerdos de familia. Y muy pronto casi olvidé que aquellas ropas de mi bisabuelo permanecían colgadas en ese recóndito armario, en los sótanos de mi casa.
Unos meses más tarde recibí la invitación a la segunda y seguramente definitiva boda de mi querido amigo Paco Solís. Paco ha sido siempre un tipo sobrio y clásico y había planeado una ceremonia íntima para un reducido grupo de amigos. Por supuesto, el traje era obligado y mientras tenía en las manos el tarjetón de boda recordé que el de mi bisabuelo siempre me había parecido muy elegante. Ahora que se llevaba de nuevo la ropa con un toque "vintage" quizás era el momento de darle un nuevo uso a aquel traje que ya iba llegando al siglo de antigüedad.
Bajé corriendo al sótano, muy ilusionado por la idea de vestir aquella pieza de museo, y momentos después, en mi dormitorio, mi alegría se transformó en tristeza al comprobar que el traje no había resistido tan bien como yo pensaba los estragos del tiempo y los viajes.
La prenda necesitaba una reparación urgente. Aparte de pequeños desperfectos como la falta de algún botón y el forro un poco descosido en algunas zonas, la polilla había hecho de las suyas y un enorme agujero en la espalda de la chaqueta dejaba a la vista su interior. Una manga estaba casi desprendida y los bajos del pantalón presentaban un desgaste por el uso bastante acusado. El chaleco no había sufrido mejor suerte. Faltaba la hebilla para ajustarlo con las tirillas de la espalda, y tenía roces y deshilachados por todo el contorno.
La camisa blanca había sufrido también los estragos de la polilla, el cuello y los puños habían amarilleado y varios botones se habían perdido. La única prenda que milagrosamente estaba intacta era la corbata de seda. Aunque tenía algunas marcas de dobleces, parecía que con un cuidadoso planchado, podría quedar utilizable de nuevo.
Había oído hablar de un taller de costura y sastrería especializado, entre otras cosas, en el arreglo de prendas delicadas, en un pueblo cercano a Sevilla. Carmen, la dueña, había trabajado con varios modistos de renombre en Sevilla y era un rumor a voces que detrás de algunos de los mejores diseños salidos de esos talleres, no solo estaba la habilísima mano de Carmen, sino también su increíble buen gusto e ideas innovadoras. Algunos diseñadores de la capital la habían tentado ofreciéndole lo que pidiera por mudarse a trabajar con ellos en Madrid, pero Carmen, que se sentía muy unida a su tierra los desdeñó a todos. Y un buen día, decidió abrir su propio taller, que en muy breve tiempo se convirtió en uno de los más solicitados de la provincia, por la frescura de sus diseños y por el esmero y cuidado conque se trataba tanto a los clientes que pasaban por allí como a cualquier prenda que necesitase una reparación urgente.
Llegué al taller de Carmen a las siete de la tarde. Habíamos concertado la cita el día anterior, y ya por teléfono, me agradó su tono de voz, pausado y tranquilo, y la avalancha de preguntas que me hizo sobre el viejo traje. Tuve que describírselo con todo lujo de detalles, desde los botones a las solapas, el color, las telas empleadas, los forros, su posible antigüedad e incluso se emocionó cuando le dije que la etiqueta señalaba que el traje había sido confeccionado en Cuba en el taller de Lopez Aguirre, uno de los más famosos sastres de la Habana.
Carmen era una mujer joven y guapa, alta y delgada, de cabello castaño claro casi rubio, unos ojos color miel increíblemente bellos y una sonrisa muy atractiva. Me recibió en la puerta del taller. Llevaba el pelo corto, suelto y un poco ondulado y vestía un pantalón de cuero negro y una camisa burdeos que realzaban aún más su belleza y elegancia. El taller estaba repleto de anaqueles llenos de diversas telas, ordenadas por tipos y colores, y en paneles verticales y perfectamente ordenados, infinidad de útiles de costura y confección de nombres y usos desconocidos para un profano. En una esquina, al fondo, estaba el armario donde se guardaban en diversos cajones, alfileres,
jaboncillos de sastre, cintas, hilos, botones y encajes. Y cerca de la entrada, un pequeño buró, de estilo isabelino, donde junto a lápices de colores se apilaban diversos cuadernos llenos de detalles y bocetos de vestidos, a cual más espectacular.
El centro del taller lo ocupaba un enorme banco de trabajo donde se acumulaban patrones, lápices, tijeras y telas en proceso de convertirse en el sueño de una próxima novia o la emoción de la primera puesta de largo de cualquier niña de buena familia. Diversos maniquíes descansaban contra una pared lateral, colocados en perfecto orden, como soldados pendientes de revista, y todo el espacio estaba iluminado por una enorme claraboya en el techo, cuya luz, aquel atardecer, le daba un aspecto de taller antiguo, cómo ésos que se ven en algunos grabados de Gustavo Doré.
En cuanto vio el traje, Carmen quedó prendada de él. Dedicó un largo rato a examinarlo y comprobar el estado de las costuras y los forros, tomar diversas fotografías y realizar algunos bocetos de detalle de las solapas, puños y botonaduras. Durante todo ese tiempo apenas habló conmigo, salvo un par de preguntas sobre el origen del traje y el uso que se le había dado. Pasaba las yemas de los dedos por las costuras con extrema delicadeza y examinaba con mirada experta el estado, francamente lamentable de todo el conjunto.
No he visto nunca antes a nadie tan entregado a su trabajo. En aquel momento parecía que el mundo se hubiera detenido. Apenas llegaban ruidos del exterior, y en aquel silencio, sólo interrumpido por el clic de la cámara de fotos y el raspar del lápiz sobre el cuaderno de dibujo, mientras el taller entraba en penumbra a medida que iba oscureciendo, llegué a sentir una sensación de irrealidad muy parecida a la que tenía de niño cuando leía, junto a mi bisabuelo, las historias de sus libros de aventuras.
No recuerdo cómo, pero de pronto me encontré contándole a Carmen la historia del viejo traje. Le hablé de mi bisabuelo, de mis recuerdos de infancia, de Cuba y de mis viajes. Hablaba y hablaba sin parar, rápido, como si tantos recuerdos lucharan unos con otros por salir lo antes posible al exterior. Estuve hablando mucho tiempo, hasta que la oscuridad invadió por completo el taller.
Cuando me detuve, fue como si volviera de un sueño. Casi me faltaba la respiración, y me di cuenta de que Carmen se había sentado a mi lado y tenía mi mano entre las suyas. Nos miramos a los ojos y sin decir palabra, nos fundimos en un apasionado beso del que sólo fueron testigos mis recuerdos y el viejo traje que colocado sobre un maniquí, me recordó de pronto a mi bisabuelo, cuando derecho como el palo mayor de un barco de emigrantes canarios, nos sonreía al terminar de contarnos una de sus aventuras.
Sevilla, Marzo de 2019